Dice Enric González que el enemigo es el jefe. No sé cómo será en su periódico; en el mío no sucede eso. Ni siquiera en el peor de los momentos. Tampoco comparto la tesis de quienes, cuando hablamos de la crisis del periodismo, tienden a focalizar el problema en el empresario, al que atribuimos la torpeza de no ver que su verdadero capital es la gente, los periodistas que trabajan para él. Sé que a menudo es así. Pero, con todo, no estoy seguro de que podamos hablar en esos supuestos de crisis del periodismo, en todo caso únicamente de crisis del periodismo de calidad. Un empresario del mundo de la comunicación que prescinde de los buenos periodistas para hacer su producto sólo conseguirá perder posiciones en el mercado y, por muchos beneficios que engorden su cuenta de resultados, acabará por perder su negocio. Ese era, sin duda, la norma de este sector hasta hace apenas dos años. Una actitud que debilitó la calidad del periodismo y, de paso, las condiciones de trabajo de los que lo hacemos.
Es un problema grave, por supuesto. Pero a mí me inquieta aún más otro que se me antoja mayor: la crisis económica y el cambio de paradigma que está provocando como consecuencia del hundimiento del mercado publicitario. Lo que está en juego, ahora sí, no es la calidad del periodismo, es la actividad periodística en sí misma. La industria de la comunicación ya no es capaz de generar recursos económicos suficientes. La reducción de los ingresos, mucho más que la caída de las ventas (que no es tan grave ni, desde luego, tan general) ya no sólo amenaza los beneficios de las empresas, como ocurría hasta ahora, sino su viabilidad como negocio sostenible. Dicho de otro modo: la cosa ya no consiste en una batalla entre explotados y explotadores: el barco se hunde con todos a bordo. Y nada hace pensar que se trate de una tormenta pasajera..
Así la cosas, me cuesta no sentir vértigo cuando Enric Ginzález casi se felicita de la desaparición de la parte industrial del proceso porque “t