El político de la desmesura

Se despojó del traje de franquista con la naturalidad de quien decide cambiar las ropas de cazador por el atuendo de cóctel. Pero que nadie se confunda: no porque hubiese dejado de creer en la caza del zorro, sino porque lo suyo siempre fue habilidad por adaptarse a las circunstancias. Manuel Fraga Iribarne fue ministro de Franco como podía haberlo sido de Breznev. Nadie en la política española representa mejor que él la adicción al poder, la dolencia de quienes divinizan la autoridad por encima de cualquier otra cosa. Fraga amaba el poder, mucho más que la política. La política es un instrumento de transformación social que a él no le interesaba demasiado, más allá de proporcionarle las herramientas para mantenerse a flote a lo largo de la historia. La política es cambio y él nunca quiso cambiar nada. Por eso fue capaz de adaptarse para sobrevivir primero al franquismo, que se moría, y después a la política nacional, que nunca le quiso. El ministro de Franco se transmutó en galleguista en una pirueta exagerada, incluso para sus propios cánones, que le devolvió los oropeles de la jerarquía y le permitió degustar de nuevo las mieles de la dominación, aunque fuese sólo a escala reducida y en una tierra destruida por años de emigración, desprecio y resignación.
Estos días sus hagiógrafos subrayan las virtudes del prócer e incluso muchos de quienes lo sufrieron se esfuerzan en hallar en el pintoresquismo del personaje un asidero desde el que glosar su figura.
Es verdad que hay tantos fragas como experiencias se hayan tenido con él. Está el Fraga teórico, el constitucionalista (capaz de defender la legitimidad de las leyes fundamentales del Movimiento) que ha acabado por anidar en el imaginario de la política estatal. Está el Fraga de los periodistas sometidos a su cólera y hoy, para sorpresa de muchos, (aparentemente) nostálgicos de sus titulares. Y está el Fraga real, el del hombre sometido a la responsabilidad de tomar decisiones y que, durante catorce años, en Galicia se mostró más preocupado por el poder que por el servicio público. El Fraga de los mil gaiteiros en las tomas de posesión, la imitación de estadista que se paseó por medio mundo (de la Cuba de Castro a la Libia de Gadafi y el Irán de los ayatolás) rodeado de un séquito de escoltas, palmeros a sueldo de la Xunta y un enjambre de periodistas forzados a glosar sus hazañas. Ningún otro presidente alardeó como él de recorrer más kilómetros al año, se jactó de trabajar más horas o presumió de haber escrito más libros. El Fraga que construyó en Galicia un régimen autoritario basado en la adulación, que rompió los consensos básicos de la autonomía para asegurar su propia hegemonía y su perpetuación en el poder y que pagó generosamente durante años el silencio de periódicos, televisiones y emisoras de radio para garantizar un discurso único tejido de alabanzas y bordado de sumisión. El mismo Fraga que miró para otro lado mientras muchos, en su entorno más inmediato, levantaban fortunas de la nada gracias a generosos contratos públicos.
Mañana lo entierran en Perbes. Pero en Galicia hace tiempo que su legado es bien visible desde casi cualquier punto de la ciudad de Santiago. Se alza en una colina en forma de edificio descomunal, muy del gusto de un político inclinado hacia al exceso, bautizada como la Cidade da Cultura. Un mausoleo desproporcionado que ha costado cientos de millones de euros a una de las comunidades más necesitadas de España y al que se llega (paradojas de la política entendida como representación, justo lo que a él más le gustaba) a través de la calle Manuel Fraga Iribarne. Una avenida en medio del monte Gaiás sin otra cosa que maleza más allá de las aceras y que conduce a un edificio inútil y vacío. Una desmesura tan grande como su necesidad de perpetuarse.

El político de la desmesura

Se despojó del traje de franquista con la naturalidad de quien decide cambiar las ropas de cazador por el atuendo de cóctel. Pero que nadie se confunda: no porque hubiese dejado de creer en la caza del zorro, sino porque lo suyo siempre fue habilidad por adaptarse a las circunstancias. Manuel Fraga Iribarne fue ministro de Franco como podía haberlo sido de Breznev. Nadie en la política española representa mejor que él la adicción al poder, la dolencia de quienes divinizan la autoridad por encima de cualquier otra cosa. Fraga amaba el poder, mucho más que la política. La política es un instrumento de transformación social que a él no le interesaba demasiado, más allá de proporcionarle las herramientas para mantenerse a flote a lo largo de la historia. La política es cambio y él nunca quiso cambiar nada. Por eso fue capaz de adaptarse para sobrevivir primero al franquismo, que se moría, y después a la política nacional, que nunca le quiso. El ministro de Franco se transmutó en galleguista en una pirueta exagerada, incluso para sus propios cánones, que le devolvió los oropeles de la jerarquía y le permitió degustar de nuevo las mieles de la dominación, aunque fuese sólo a escala reducida y en una tierra destruida por años de emigración, desprecio y resignación.
Estos días sus hagiógrafos subrayan las virtudes del prócer e incluso muchos de quienes lo sufrieron se esfuerzan en hallar en el pintoresquismo del personaje un asidero desde el que glosar su figura.
Es verdad que hay tantos fragas como experiencias se hayan tenido con él. Está el Fraga teórico, el constitucionalista (capaz de defender la legitimidad de las leyes fundamentales del Movimiento) que ha acabado por anidar en el imaginario de la política estatal. Está el Fraga de los periodistas sometidos a su cólera y hoy, para sorpresa de muchos, (aparentemente) nostálgicos de sus titulares. Y está el Fraga real, el del hombre sometido a la responsabilidad de tomar decisiones y que, durante catorce años, en Galicia se mostró más preocupado por el poder que por el servicio público. El Fraga de los mil gaiteiros en las tomas de posesión, la imitación de estadista que se paseó por medio mundo (de la Cuba de Castro a la Libia de Gadafi y el Irán de los ayatolás) rodeado de un séquito de escoltas, palmeros a sueldo de la Xunta y un enjambre de periodistas forzados a glosar sus hazañas. Ningún otro presidente alardeó como él de recorrer más kilómetros al año, se jactó de trabajar más horas o presumió de haber escrito más libros. El Fraga que construyó en Galicia un régimen autoritario basado en la adulación, que rompió los consensos básicos de la autonomía para asegurar su propia hegemonía y su perpetuación en el poder y que pagó generosamente durante años el silencio de periódicos, televisiones y emisoras de radio para garantizar un discurso único tejido de alabanzas y bordado de sumisión. El mismo Fraga que miró para otro lado mientras muchos, en su entorno más inmediato, levantaban fortunas de la nada gracias a generosos contratos públicos.
Mañana lo entierran en Perbes. Pero en Galicia hace tiempo que su legado es bien visible desde casi cualquier punto de la ciudad de Santiago. Se alza en una colina en forma de edificio descomunal, muy del gusto de un político inclinado hacia al exceso, bautizada como la Cidade da Cultura. Un mausoleo desproporcionado que ha costado cientos de millones de euros a una de las comunidades más necesitadas de España y al que se llega (paradojas de la política entendida como representación, justo lo que a él más le gustaba) a través de la calle Manuel Fraga Iribarne. Una avenida en medio del monte Gaiás sin otra cosa que maleza más allá de las aceras y que conduce a un edificio inútil y vacío. Una desmesura tan grande como su necesidad de perpetuarse.