Lecciones del 25M

1. ¿Resiste la izquierda?

El tsunami de la derecha, iniciado en las municipales y autonómicas, ha perdido la mayor parte de su empuje. La marea azul se ha detenido a las puertas de Asturias y Andalucía, desarbolada por las políticas de Mariano Rajoy y, en el caso del Principado, por la experiencia populista de Cascos. Eso no quiere decir, ni mucho menos, que el PSOE se haya rehecho de la catástrofe en la que se ha instalado como partido después de perder todas las elecciones desde 2008. Tampoco anticipa un triunfo de la jornada de huelga general del próximo jueves: el comienzo del descrédito de la derecha no tiene, de momento, más que beneficiarios indirectos (el PSOE está en control de daños). Ni siquiera Izquierda Unida saca partido de parón en seco sufrido por la derecha: su éxito sigue bebiendo del voto que huye de los socialistas.

 
2. ¿Qué dice la izquierda?

El centro de gravedad del voto de izquierdas, el que queda, sigue estando dentro del PSOE pero se ha desplazado claramente hacia Izquierda Unida. Repitámoslo otra vez, por si en el PSOE siguen estando tan eufóricos que no lo ven: el centro de gravedad del voto de izquierdas, el que queda, sigue estando dentro del PSOE pero se ha desplazado claramente hacia Izquierda Unida. La política de la derecha, en España y en toda Europa, está devolviendo, poco a poco, su identidad a la izquierda.

3. ¿Qué significa la alta abstención?

Me encanta cómo la gente se apresura a interpretar las intenciones de los miles de ciudadanos que deciden no acudir a las urnas, cuando la mayoría de ellos ni siquiera tienen, seguramente, intención alguna (yo soy de los que creen que el grueso de los ciudadanos que no acude a votar no lo hace nunca sencillamente porque se siente ajeno a todo el proceso, no en función de una coyuntura específica). En el incremento de la abstención en Asturias y Andalucía nada hay de llamada de atención a los políticos. En el caso andaluz, por ejemplo, es fácil verlo sólo con repasar las cifras de abstención de las autonómicas durante los últimos 25 años: son bajas cuando coinciden con las generales (casi siempre) y altas cuando no (sólo ha pasado tres veces contando el pasado domingo). Las elecciones autonómicas han coincidido con las generales en Andalucía en las cuatro últimas citas, en los años 1996, 2000, 2004 y 2008, mientras que se celebraron por separado en 1982 y 1990. En 1994 coincidieron con las elecciones al Parlamento Europeo, mientras que también fueron junto a las generales en junio de 1986.
Pues bien: la participación del 62,23% se mueve en el entorno de la registrada las dos únicas veces que los andaluces fueron llamados a votar para elegir exclusivamente su Parlamento: el 66,31% en 1982 y el 54,78% en 1990. Cualquier interpretación de la abstención que se limite a comparar las cifras con las generales del 20N está, por tanto, fuera de lugar.

4. ¿Qué debería hacer la izquierda?

Si la izquierda se limita a pensar que con el final del tsunami conservador se han acabado sus problemas, se equivoca. El PSOE (con el permiso de IU) tiene la oportunidad de demostrar que es capaz de hacer las cosas de otra forma y que las promesas de Rubalcaba de los últimos ocho meses no eran la inmensa engañifa electoral que le pareció a la mayoría de los ciudadanos. Si la respuesta a este reto no es adecuada, en términos de prioridades políticas, regeneración democrática, lucha contra la corrupción y transparencia, estarán perdidos. Y los ciudadanos no se lo perdonarán.

 

Perdoádeme se non o entendo

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Perdoádeme se non o entendo.

Como espectador da política galega na distancia, asistín estes días con asombro á culminación do proceso de descomposición que o BNG iniciou hai menos de tres anos, coincidindo coa súa derrota política tras a falida experiencia do Goberno bipartito. Que pasou para que a casa común do nacionalismo galego xa non sirva para abeirar a todo o mundo?

É verdade que hai elementos de xuízo abondo, despois das experiencias dos últimos anos, para soster que a experiencia do BNG como vehículo de expresión política foi un fracaso. A xestión do sorpasso ao PSOE foi incapaz de aproveitar o afundimento do PSOE para consolidar un espazo político maioritario á esquerda do PP. E a actuación no Goberno bipartito estivo lonxe de establecer unha forma de facer política atractiva para novos electores.

É por iso que, a un ano das eleccións autonómicas (hai quen dá por feito que ese prazo se acurtará sensiblemente), tiña a esperanza de que o debate interno no BNG xirase en torno a estas cuestións. E que, ao mesmo tempo, todo o mundo estivese a traballar para construír un discurso alternativo capaz de bater (ou contribuír a bater) a hexemonía insultante do Partido Popular. Vana esperanza.

Lin con atención as propostas que Encontro Irmandiño/Máis Gaiza, dun lado, e Alternativa pola Unidade, por outro, defenderon fai apenas unhas semanas na asemblea nacional do BNG. E por máis que me esforzo, non logro encontrar posicións políticas, económicas ou sociais irreconciliables. Nin sequera diverxentes. Por coincidir, ata defenden enfaticamente a validez do modelo político que arrancou na asemblea de Riazor de 1982. As discrepancias existen, é certo, pero limítanse a aspectos organizativos concretos, todos eles relacionados coa necesidade de garantir o xogo limpo dentro da organización e co modelo para elixir o candidato á Presidencia da Xunta (APU quería primarias de militantes; EI/+G primarias abertas aos cidadáns). Así que debo supoñer que a decisión de EI de abandonar o Bloque non ten que ver coa política e si coa derrota das súas propostas organizativas.

Vaia por diante que a discrepancia neste terreo pode ser (e debe ser, en ocasións), causa abondo para un cisma. O problema é que, neste caso, teño dúbidas de que as propostas organizativas de EI/+G posúan entidade abondo para motivar unha ruptura, polo menos tal e como foron expostas no documento sometido a votación e que acabou rexeitado pola maioría de militantes do Bloque (outra cousa é o que poida esconderse entreliñas: a necesidade de sacudir a organización do dominio da UPG, algo que, de ser necesario, só tería sentido facer democraticamente).

 

Por iso a miña obxección á fractura impulsada por EI non ten que ver co seu dereito a facer o que lles dea a gana. Faltaría máis que non puidesen decidir o seu futuro. O que lamento é que o seu discurso non vaia ás causas. E sobre todo, que aínda non teñan aclarado como pensan cadrar o círculo e facer que o BNG sexa o BNG que eles queren pero fora do BNG.

El político de la desmesura

Se despojó del traje de franquista con la naturalidad de quien decide cambiar las ropas de cazador por el atuendo de cóctel. Pero que nadie se confunda: no porque hubiese dejado de creer en la caza del zorro, sino porque lo suyo siempre fue habilidad por adaptarse a las circunstancias. Manuel Fraga Iribarne fue ministro de Franco como podía haberlo sido de Breznev. Nadie en la política española representa mejor que él la adicción al poder, la dolencia de quienes divinizan la autoridad por encima de cualquier otra cosa. Fraga amaba el poder, mucho más que la política. La política es un instrumento de transformación social que a él no le interesaba demasiado, más allá de proporcionarle las herramientas para mantenerse a flote a lo largo de la historia. La política es cambio y él nunca quiso cambiar nada. Por eso fue capaz de adaptarse para sobrevivir primero al franquismo, que se moría, y después a la política nacional, que nunca le quiso. El ministro de Franco se transmutó en galleguista en una pirueta exagerada, incluso para sus propios cánones, que le devolvió los oropeles de la jerarquía y le permitió degustar de nuevo las mieles de la dominación, aunque fuese sólo a escala reducida y en una tierra destruida por años de emigración, desprecio y resignación.
Estos días sus hagiógrafos subrayan las virtudes del prócer e incluso muchos de quienes lo sufrieron se esfuerzan en hallar en el pintoresquismo del personaje un asidero desde el que glosar su figura.
Es verdad que hay tantos fragas como experiencias se hayan tenido con él. Está el Fraga teórico, el constitucionalista (capaz de defender la legitimidad de las leyes fundamentales del Movimiento) que ha acabado por anidar en el imaginario de la política estatal. Está el Fraga de los periodistas sometidos a su cólera y hoy, para sorpresa de muchos, (aparentemente) nostálgicos de sus titulares. Y está el Fraga real, el del hombre sometido a la responsabilidad de tomar decisiones y que, durante catorce años, en Galicia se mostró más preocupado por el poder que por el servicio público. El Fraga de los mil gaiteiros en las tomas de posesión, la imitación de estadista que se paseó por medio mundo (de la Cuba de Castro a la Libia de Gadafi y el Irán de los ayatolás) rodeado de un séquito de escoltas, palmeros a sueldo de la Xunta y un enjambre de periodistas forzados a glosar sus hazañas. Ningún otro presidente alardeó como él de recorrer más kilómetros al año, se jactó de trabajar más horas o presumió de haber escrito más libros. El Fraga que construyó en Galicia un régimen autoritario basado en la adulación, que rompió los consensos básicos de la autonomía para asegurar su propia hegemonía y su perpetuación en el poder y que pagó generosamente durante años el silencio de periódicos, televisiones y emisoras de radio para garantizar un discurso único tejido de alabanzas y bordado de sumisión. El mismo Fraga que miró para otro lado mientras muchos, en su entorno más inmediato, levantaban fortunas de la nada gracias a generosos contratos públicos.
Mañana lo entierran en Perbes. Pero en Galicia hace tiempo que su legado es bien visible desde casi cualquier punto de la ciudad de Santiago. Se alza en una colina en forma de edificio descomunal, muy del gusto de un político inclinado hacia al exceso, bautizada como la Cidade da Cultura. Un mausoleo desproporcionado que ha costado cientos de millones de euros a una de las comunidades más necesitadas de España y al que se llega (paradojas de la política entendida como representación, justo lo que a él más le gustaba) a través de la calle Manuel Fraga Iribarne. Una avenida en medio del monte Gaiás sin otra cosa que maleza más allá de las aceras y que conduce a un edificio inútil y vacío. Una desmesura tan grande como su necesidad de perpetuarse.

El político de la desmesura

Se despojó del traje de franquista con la naturalidad de quien decide cambiar las ropas de cazador por el atuendo de cóctel. Pero que nadie se confunda: no porque hubiese dejado de creer en la caza del zorro, sino porque lo suyo siempre fue habilidad por adaptarse a las circunstancias. Manuel Fraga Iribarne fue ministro de Franco como podía haberlo sido de Breznev. Nadie en la política española representa mejor que él la adicción al poder, la dolencia de quienes divinizan la autoridad por encima de cualquier otra cosa. Fraga amaba el poder, mucho más que la política. La política es un instrumento de transformación social que a él no le interesaba demasiado, más allá de proporcionarle las herramientas para mantenerse a flote a lo largo de la historia. La política es cambio y él nunca quiso cambiar nada. Por eso fue capaz de adaptarse para sobrevivir primero al franquismo, que se moría, y después a la política nacional, que nunca le quiso. El ministro de Franco se transmutó en galleguista en una pirueta exagerada, incluso para sus propios cánones, que le devolvió los oropeles de la jerarquía y le permitió degustar de nuevo las mieles de la dominación, aunque fuese sólo a escala reducida y en una tierra destruida por años de emigración, desprecio y resignación.
Estos días sus hagiógrafos subrayan las virtudes del prócer e incluso muchos de quienes lo sufrieron se esfuerzan en hallar en el pintoresquismo del personaje un asidero desde el que glosar su figura.
Es verdad que hay tantos fragas como experiencias se hayan tenido con él. Está el Fraga teórico, el constitucionalista (capaz de defender la legitimidad de las leyes fundamentales del Movimiento) que ha acabado por anidar en el imaginario de la política estatal. Está el Fraga de los periodistas sometidos a su cólera y hoy, para sorpresa de muchos, (aparentemente) nostálgicos de sus titulares. Y está el Fraga real, el del hombre sometido a la responsabilidad de tomar decisiones y que, durante catorce años, en Galicia se mostró más preocupado por el poder que por el servicio público. El Fraga de los mil gaiteiros en las tomas de posesión, la imitación de estadista que se paseó por medio mundo (de la Cuba de Castro a la Libia de Gadafi y el Irán de los ayatolás) rodeado de un séquito de escoltas, palmeros a sueldo de la Xunta y un enjambre de periodistas forzados a glosar sus hazañas. Ningún otro presidente alardeó como él de recorrer más kilómetros al año, se jactó de trabajar más horas o presumió de haber escrito más libros. El Fraga que construyó en Galicia un régimen autoritario basado en la adulación, que rompió los consensos básicos de la autonomía para asegurar su propia hegemonía y su perpetuación en el poder y que pagó generosamente durante años el silencio de periódicos, televisiones y emisoras de radio para garantizar un discurso único tejido de alabanzas y bordado de sumisión. El mismo Fraga que miró para otro lado mientras muchos, en su entorno más inmediato, levantaban fortunas de la nada gracias a generosos contratos públicos.
Mañana lo entierran en Perbes. Pero en Galicia hace tiempo que su legado es bien visible desde casi cualquier punto de la ciudad de Santiago. Se alza en una colina en forma de edificio descomunal, muy del gusto de un político inclinado hacia al exceso, bautizada como la Cidade da Cultura. Un mausoleo desproporcionado que ha costado cientos de millones de euros a una de las comunidades más necesitadas de España y al que se llega (paradojas de la política entendida como representación, justo lo que a él más le gustaba) a través de la calle Manuel Fraga Iribarne. Una avenida en medio del monte Gaiás sin otra cosa que maleza más allá de las aceras y que conduce a un edificio inútil y vacío. Una desmesura tan grande como su necesidad de perpetuarse.

Un debate que no lo es

Del debate de hoy entre Alfredo Pérez Rubalcaba y Mariano Rajoy lo que más me sorprende es el aplauso de los medios de comunicación. Nunca entenderé porqué celebramos un espectáculo pactado en el que ni hay intercambio de ideas ni contraste de pareceres (los equipos de ambos candidatos así lo han pactado) ni tampoco, por supuesto, asomo de periodismo (son los partidos los que marcan el temario y el ritmo). Somos una sociedad tan papanatas que copiamos formalmente los debates pero no nos molestamos en prestar atención a su estructura. Y después (atentos) aún dedicaremos espacio a quejarnos amarga y sesudamente porque el resultado no ha estado a la altura de lo que esperábamos.

 

La tormenta

Dice Enric González que el enemigo es el jefe. No sé cómo será en su periódico; en el mío no sucede eso. Ni siquiera en el peor de los momentos. Tampoco comparto la tesis de quienes, cuando hablamos de la crisis del periodismo, tienden a focalizar el problema en el empresario, al que atribuimos la torpeza de no  ver que su verdadero capital es la gente, los periodistas que trabajan para él.  Sé que a menudo es así. Pero, con todo, no estoy seguro de que podamos hablar en esos supuestos de crisis del periodismo, en todo caso únicamente de crisis del periodismo de calidad. Un empresario del mundo de la comunicación que prescinde de los buenos periodistas para hacer su producto sólo conseguirá perder posiciones en el mercado y, por muchos beneficios que engorden su cuenta de resultados, acabará por perder su negocio. Ese era, sin duda, la norma de este sector hasta hace apenas dos años. Una actitud que debilitó la calidad del periodismo y, de paso, las condiciones de trabajo de los que lo hacemos.

 

Es un problema grave, por supuesto. Pero a mí me inquieta aún más otro que se me antoja mayor: la crisis económica y el cambio de paradigma que está provocando como consecuencia del hundimiento del mercado publicitario. Lo que está en juego, ahora sí, no es la calidad del periodismo, es la actividad periodística en sí misma. La industria de la comunicación ya no es capaz de generar recursos económicos suficientes. La reducción de los ingresos, mucho más que la caída de las ventas (que no es tan grave ni, desde luego, tan general) ya no sólo amenaza los beneficios de las empresas, como ocurría hasta ahora, sino su viabilidad como negocio sostenible. Dicho de otro modo: la cosa ya no consiste en una batalla entre explotados y explotadores: el barco se hunde con todos a bordo. Y nada hace pensar que se trate de una tormenta pasajera..

Así la cosas, me cuesta no sentir vértigo cuando Enric Ginzález casi se felicita de la desaparición de la parte industrial del proceso porque “toda la gracia está en el oficio” y celebra que se acerque “una época en la que el periodista será él mismo, expuesto a la intemperie, a solas con sus propios compromisos y sus propios errores”.

Pues bien: la intemperie ha llegado. Y no entiendo en qué va a beneficiar a los lectores el frío que vamos a pasar.

Batalla perdida

El PSOE quiere presentarse en plena campaña haciendo ver que la gestión de José Luis Rodríguez Zapatero durante los dos últimos años ha sido una ocurrencia ajena a los socialistas en la que ellos no tuvieron arte ni parte: intentan tomar distancia de la herencia de estos años como si el propio Alfredo Pérez Rubalcaba no formase parte de ella. Perdidas las elecciones por anticipado, el candidato socialista trata ahora de ajustar el resultado ventilando la pelea electoral en el terreno de la credibilidad. La suya contra la de Mariano Rajoy. El buen comunicador (y hombre de izquierdas de toda la vida, aunque hasta pocos meses nos lo hubiese ocultado) frente al candidato de la agenda oculta y la ambigüedad calculada.

Sin embargo, Rubalcaba también tiene perdida esa batalla. En política cuentan más las percepciones que los conceptos y por mucho que los mensajes del aspirante socialista sean racionalmente más consistentes que los de su adversario (sobre ese particular caben pocas dudas), la profundidad de la crisis económica y la agónica sensación de que todo lo que ocurre es consecuencia de la gestión del PSOE van a ser determinantes para que los ciudadanos entreguen a Rajoy el cheque en blanco que pide desde hace meses.  La gente ya no está en el terreno de la reflexión, va a votar desde las entrañas, y ahí Rubalcaba sólo es una prolongación de Zapatero.

El camino hacia la independencia

La derechona de toda la vida, esa que hunde las raíces de su poder en el franquismo, parece empeñada en expulsar a Cataluña del consenso constitucional al que, a duras penas, habían conseguido atraerla en los años difíciles de la transición. Al trauma del Estatut, mutilado por un Tribunal Constitucional construido de espaldas a la España plural, se suma ahora la campaña montada por el TDT party y sus aliados contra el uso del catalán como lengua vehicular en la enseñanza. Mienten cuando sostienen que el castellano está amenazado (¿cómo podría estarlo?) e ignoran deliberadamente que los alumnos catalanes, con este sistema que a ellos les parece tan poco equilibrado, dominan mejor el castellano hablado y escrito que sus compañeros de comunidades monolingües en castellano. No hay duda: el camino hacia la independencia lo está abonando el nacionalismo, pero no el catalán.

 

Terrorismo económico

Dos años después del estallido de la crisis financiera y a pesar del fracaso de las políticas puestas en marcha para resolverla, el discurso dominante sigue sin apearse de los recortes. La vía de reducir el déficit se parece cada vez más a esos tratamientos de choque que tienen  tantos efectos secundarios que sólo pueden acabar con una enfermedad si de paso se cargan también al paciente. Salvar a los bancos ha costado dos billones de euros en ayudas directas, a las que hay que sumar otros tres billones en fondos que los bancos centrales (los de todos nosotros) han dedicado a evitar el colapso del sistema. ¿Y todo para qué? Una semana más, la economía europea se asoma al abismo, el desempleo sigue creciendo, el consumo se desploma  y una nueva recesión, aún peor que la primera, se hace cada vez más visible.

Nadie, o casi nadie, previó en 2007 lo que se nos venía encima. Para lo que no hay excusa es para la gestión de la crisis durante los dos últimos años, que ya todo el mundo está de acuerdo en que se ha convertido en un fracaso sin paliativos. PSOE (y PP) se aferran a la inevitabilidad. No era posible actuar de otro modo, repiten para autoexculparse y justificar, de paso, que después de las elecciones de noviembre van a seguir haciendo lo mismo.

No deben preocuparse. El miedo es su mejor aliado y pocas veces la sociedad española habrá votado más condicionada por el terrorismo económico.

Hay motivos

Los datos de patrimonio y rentas que sus señorías (diputados y senadores) acaban de hacer públicos –forzados, eso sí, por la presión de la opinión pública más que por una voluntad sincera de transparencia– han venido a poner en evidencia algunos hechos más que discutibles, especialmente en un país sometido a los rigores de una crisis económica imparable. A pesar de que muchos de ellos intentan disimular cifras y escamotear intereses, al final no han podido evitar que se conozcan las escandalosas cifras quen cobras muchos exparlamentarios que no las necesitan en concepto de complemento de pensión o de ingresos. O la indecente indemnización por cese de actividad que se ha llevado el exministro Ángel Acebes (PP) después de media legislatura larga sin dar palo al agua y a pesar de que sus actividades privadas, en un bufete de aboagos y en el consejo de administración de Bankia, le garantizan ingresos muy superiores a los de la media de los ciudadanos. Desde luego, hay motivos para la indignación.